El amor es como una religión, también hay que tenerle fe.
Aunque los más fácticos lo llamen convicción, y los más holísticos vibración. El asunto es que el amor -de pareja- requiere, entre otras cosas, de fe. Y a veces eso se nos acaba.
Irónica -o terapéuticamente- escribo esto en un momento donde lo que sobra no es precisamente convicción. Pero me parece importante compartirlo, como quien sólo cuando forma parte de los enfermos se une a la lucha contra la enfermedad. No, no tengo fe, pero quiero que ustedes la conserven, mientras yo busco tratamiento.
Las rupturas -serias- son como las borracheras, la gente sale diciendo jurándose que “más nunca”, pero lo cierto es, que no es cierto. Ahí no hay convicción, no hay decisión, hay culpa, ratón, guayabo, nada más. En lo que encontramos otro tren, nos montamos -así sea con dudas- y seguimos.
Me acabo de dad cuenta que la convicción no se despide de a poco, sólo se va.
De repente me encontré en un cafetín, diciéndole a mi mejor amiga -como quien contesta “bien” al “¿cómo estás? ” – que sí, que alguien pronto llegaría, pero que la relación que quería era algo a lo que le había perdido la fe.
Como esta columna es sabia, y llegó a mi por algo, no siempre plantearé certezas. Creo que lo que más humanos nos hace, son las interrogantes. Y sí, no se cómo recuperarme, lo único que se es que dejo el proceso abierto conscientemente. Pero sé que sin vibración nada llega, pero también intuyo que el exceso de fe es la madre de la expectativa, que a veces las convicciones son compradas en el supermercado de la sociedad, y que quizás, sólo quizás, no esté enferma, sino curándome.