Hace unos meses un artículo que escribía para hablar de lo que merecemos y lo que no -y de cómo yo me di cuenta de eso- resultó polémico por la forma en la que me referí a “la otra”, adjetivo que además usaron los lectores, porque yo hice todo mi esfuerzo para escribir “la chica”.
Siempre admiré a una amiga que mientras le estaban poniendo cuernos –y ella lo sabía- hablaba de “la muchacha”, también lo hice con quienes podían referirse sin decoro “la perra esa”. Y como la mayoría de las que leemos acá, siempre he tenido una sensibilidad hacia la evolución del género que incluso fue promesa de año hace bastantes “no insultar a ninguna mujer” decía mi papelito.
Pero así como les escribí hace un par de años que la mejor forma de superar las tentaciones era caer en ellas, hoy les digo –con kilometraje de ida y vuelta- que así como debemos ser compasivas, conscientes y “luz”, hay que reconocer que somos humanos y que lo no expresado es somatizado.
Paradójicamente mi terapia en la vida ha sido darle límites a la compasión. Yo que pensaba que estábamos en un mundo donde la mujer ya había entendido que los hijos no eran grilletes para amarrar a un hombre, que respetar los sentimientos –y las parejas- de otras venía con el género, que el arribismo lo habíamos suplantado por la meritocracia, que al moño-tiesismo le había llegado el emprendimiento, en fin… que habíamos evolucionado como género. A mí, que no creía en la existencia de ninguna de las anteriores llegó un año en el que se me presentaron todas. Y luego de mucha introspección mis maestros me dijeron: mirar el blanco y el negro es necesario para el balance.
Lo que en la Teoría del Conflicto explica Boufard como “para la solución y evolución del conflicto debe reconocerse la existencia del otro”.
La mala noticia es que aún no terminamos el trabajo, existen –en todos lo géneros- estereotipos dañinos y tumba reputación. La buena noticia es que podemos aplicar la terapia de estadio deportivo en juego clásico: insultar. Pero no para sentirnos más o menos, sino para expresarnos y reconocernos.
En resumen, a “la otra” llámela como quiera, sólo no se obsesione con ella –porque en efecto no es ella, es usted y su pareja-.